Tengo la suerte de vivir en la selva, sin vecinos
humanos y sin televisión ni teléfono. Esto me ha llevado a entablar una
estrecha convivencia con animales silvestres, yo no les llamo salvajes.
En la selva de Maroma, así se llama donde vivo; puedo
despertar con el canto de las aves y dormirme arrullada por los grillos. A
veces también por las ranas. Si por las noches me asomo a la ventana veo
estrellas en el cielo y también en los árboles que rodean la casa. –Son
luciérnagas explico a los escasos visitantes que las han visto.
La gente me pregunta siempre si he visto serpientes y
sí, por supuesto que las he visto y ellas a mí. No ha pasado nada, no
acostumbro andar por sus rumbos ni ellas por los mío.
El otro día me despertó un ruido desconocido, tardé un
poco en descubrir qué era. Y ¡oh sorpresa! era una manada de jóvenes pecaríes.
Les tomé fotos, cuidé de no hacer ruido y los disfruté hasta que descubrí qué era lo que los atraía…¡mi
jardín! Bastaron unas pocas horas para que acabaran con todas mis plantas de
ornato. Entonces salí a clamar justicia. Ellos al verme corrieron despavoridos,
si ellos no son bonitos imagino lo fea que yo soy para haberles causado tal
espanto.
Después de esa escena no han vuelto a casa, ya no los
veo merodeando en las cercanías, extraño
verlos con sus crías y sus ojos inmensos, con sus pelos crespos en el lomo y su
paz. Es ahora cuando me han entrado tantas dudas y me ha dado por reflexionar.
Hasta qué punto hemos ido invadiendo su espacio. Los hoteles cercanos han ido
poniendo cercas muy discretamente, sólo dos hilos de púas dicen. ¿Y si los
venados se lastiman? ¿Y si los pecaríes que asusté ya no tienen comida porque
los animalitos de los que se alimentaban se han ido yendo a causa de la
invasión humana?
Papá dice: Tienen el mismo derecho que yo y si se
comen mi jardín me enojaré muchísimo. Yo no puedo dejar de compadecerme de
ellos. Y de las zorritas rojas que no he vuelto a ver. De los llamados “agutíes”
esos que se vuelven estatua para no ser detectados por el ojo enemigo.
Sé que no podemos hacer nada, que la civilización
llega cada día más allá.
Anoche una pareja de mapaches descubrieron mi casa y a
una mujer en el portal. Se pararon de dos patas y me miraron estupefactos, sin
hablar me preguntaron qué hacía ahí. Les respondí sin palabras. Lo siento, lo
siento mucho señores mapaches después
entré y cerré la puerta; me sentí tan apenada…pero yo tampoco sé vivir en la
ciudad.
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